miércoles, 12 de enero de 2011

LA EDAD DE UN VASO , Saturno también sabe volar

Las puertas medio abiertas de la alacena eran imposibles de cerrar sobre un marco combado de vieja madera. La cerradura estaba herrumbrosa y una red de alambre cubría el frontal, quizás decorado en su día por una tela protectora de la que no quedaba ni rastro. Dentro, los estantes oscuros almacenaban cachivaches, cacharros y tarros en perfecta desidia, en silencioso desorden. El polvo hacía años que lo inundaba todo.

Un vaso se percibía al fondo en aquel infierno de silencio y olvido, en la esquina. Un vaso sucio y opaco de tanta soledad, de tanto anonimato, de tanta quietud decrépita, un vaso sucio, mugriento, manchado de no se podía saber que líquido pegajoso y olvidado. Los churretones, como de resina antigua y reseca, caían relamidos por sus curvas viejas decorando el grueso cristal desde el borde hasta la base. No fueron unos labios,  hace ya tantos años, lo último que rozó su sencillo borde, provocando esta mugrienta suciedad antigua. No fueron unas manos abrazadas a su calor o a su frío, a su reconfortante líquido bebible, lo último que hizo útil este vaso. No.

Era un vaso sencillo. Uno de esos, harto de ser usado de comidas a  cenas todos los días del año, excepto las fiestas de zapatos limpios; harto de no romperse, lavado y relavado, último superviviente de la docena original en la que fue uno más; hartos todos de que su brillo se apagara y su cristal sencillo se rayara; hartos de que fuera el único que no se rompió, fue llevado con todos los honores a la alacena del olvido.
Pero un niño, ¡hace ya tanto tiempo que se hizo viejo!, un niño que preparaba cola para pegar papel, quizás se lo pidió a su madre. Ella abrió la alacena, buscó un bote y no lo encontró. Así que la mujer, para terminar con la insistencia de la criatura, ofreció al pequeño el viejo vaso inútil. Y así la mano lo tomó, lo llenó de pegamento y dejó jugar al niño, regalando un trozo más de historia al objeto inútil.

- Mira mamá - dijo el chiquillo al terminar - un avión.

Volvió el vaso al rincón oscuro de la alacena, donde fue de nuevo olvidado. Allí quedó manchado y disponible para cuando hubiera que volver a hacer más cola. Espera inútil, porque para pegar papel ya no volvió a ser necesario buscar un bote.

Una buena mañana todos se fueron a empezar otra página de sus vidas en otro lugar nuevo, brillante y alegre. Claro, la alacena se quedó en el rincón oscuro. Ni tiempo hubo de mirar que había de utilidad en su interior. Allí se quedó llena de sus viejas cosas hasta que llegó un nuevo dueño y, viéndola tan decrépita con su triste y sucio tesoro de objetos abandonados, calculó su peso y decidió venderla a un gitano, que pasaba por la calle con su pequeño camión.

-          ¡Traperooooo! ¡Compro, vendo, cambio y a nadie engaaaaañoooo!

Al sacar el viejo mueble a la calle se abrió la puerta medio cerrada y el vaso sucio se deslizó por el estante desde el fondo del rincón hasta la puerta. Disparado hacia el vacío, se escapó de su escondite y volando, por primera vez después de tantos años de inmovilidad, se estrelló contra el suelo de la acera y se rompió.

El último vaso de la docena se rompió tantos años después de romperse los demás vasos, que a nadie le importó perderlo. Pero viejo, sucio, rayado y opaco, la última mano que lo había tocado fue la de un niño que hacía un avión de papel con cola de engomar.

- ¡Mira mamá, un avión!


                                                                                                                      © Carmen de Hita